Huele huele a caca de totol
Alberto Aguilar
Lágrimas de Eros salieron en caliente éxodo de la entrepierna y con el tiempo otras de sal en las cuencas de los ojos al ver destruidos y extintos y secos, los baños de vapor.
Con el ansiolítico del alcohol susurrando impurezas en las zonas erógenas de la imaginación, cuestioné premeditado:
–Motel o vapor. Decide ya.
–Vaporazo.
–No puede haber limpieza cuando hay mucha prisa –le advertí señalando el reloj de mi celular.
–No puede haber cuerpo limpio sin mente sucia –dijo, mirando mis encías salivosas.
Asistimos varios domingos a los baños públicos para compartir el vaporazo en sustitución de dos horas de ejercicio en el Parque de la Juventud. Baño individual para dos. Comprábamos champú caprís en bolsitas de plástico y acondicionador Vanart; siempre nos dio la impresión de que estaban a punto de explotar. Crema Nivea. Piedra pómez. Agua mineral. Estropajo.
En el pasillo, ancianos en espera de entrar a esa neblina asfixiante de tan cálida y predispuesta. Militares hoscos con una joven escuálida pero de firmes carnes, muda, domada, ida, de vista caída. Niños sin aseo desde hace mil años; niñas legañosas de trenzas largas o greñas igual de largas; albañiles de mirada bruta y cuerpo enano y robusto; abogados papudos, altivos de codos secos…
A la vista, el empleado limpiabaños con jalador y cubeta y trapo eficientísimos. Azulejos eternos por donde se mire. La cueva fría y los mugrosos con una sola promesa: asociarse tras cerrar la puerta de fierro, con cerrojo, a la intimidad del cuerpo desnudo, del primer espejo pañoso y empotrado, virgen para otros rostros que se observan sin pudor.
Una banquita recibe las prendas. Es la antesala a una humedad permanente tras abrir la llave quemante, con formas de flor, que libera vapores y un silbido amenazante. Antes de esto, las frías gotas del techo tocando con dedo índice la nuca, el hombro, los muslos.
Es la caverna, el eco, la asfixia, la inanición.
En la segunda sección, regadera y espejo y una tira de asiento y puerta con cerrojo; ya dentro, viene el peso del silencio. Que se inunde todo de exhalación líquida, que empape paulatina la anatomía humana hasta escurrir presencia en las cavidades consabidas.
Allá quedó la jicarita amarilla y la cubeta con agua tibia por los rayos del sol. Aquí el agua cae con fuerza, rotunda y clara, caliente de veras, enérgica, locuaz, alegre, eterna.
En intervalos, advertimos sin apresuramiento de horario las yemas de los dedos y de los pies completamente arrugados, de rictus anciano. El vello púbico encrespado y tonto. Huele huele a caca de totol, canturreamos; y sí, de las manos tercas en su frotamiento con la piel vemos cómo nace y se desprende la piel muerta que hemos de quitar. Nuestra vestimenta poco a poco es limpia y roja, colérica.
Los baños de vapor individual son las aulas de la higiene familiar y personal; el confesionario del cliente anónimo que se encierra entre azulejos para admitir lo ajado de su cuerpo, lo sabroso de sus músculos, la inconfesa multitud de hongos comiéndole la corteza de los pies, la soledad necesaria que no tiene en su casa, el onanismo inextinto, la cita moral que desconoce el motel, el lavado minucioso y palpable a otro cuerpo que con poros abiertos acepta inadvertidas delicias.
El baño general es espacio de varones. A remojar sus carnes y después a desahogar las osadías del día anterior, porque el alcohol se hizo para beberlo y no para contemplarlo. Ya reunidos, los muy machos, en el cuarto de vapor, se lamen las heridas del exceso, recrean su quejumbre y a la par queman grasa, toxinas, a fuerza de dialogar, alburear, reír, ser comedidos al acercar la toalla, el jabón, masajear hombros y espalda del compañero, mirar de reojo el miembro del otro, sostener del antebrazo al anciano, hacer ejercicios casi acrobáticos, cubrir la boca de sus deseos.
En los baños de vapor clientes han muerto y otros viven en la memoria su renacimiento. Por supuesto que hubo incendio de calderas y ritmo de caderas que no admitieron negativas en la purificación del pecado y la reunión de placeres sofocantes.
Por finanzas insostenibles, los baños de vapor perdieron el resplandor de sus azulejos, la privacidad de sus cuartos y el misterio hecho artesanal, con todo el cuerpo, en cada visita o cita incógnita donde la mugre era el principal pretexto.
Me salen lágrimas al ver destruidos y extintos y secos los baños de vapor. Con ellos se va sin voltear nuestra historia familiar y las vivencias que sólo uno se puede contar y también la mucosidad, lubricidad, suciedad, orín, hongos, pelos, cabellos, uñas, hondos suspiros de indescriptible liberación, todo directito al caño del olvido, a la región del nunca existió.
Nunca antes el cuerpo sucio encontró aguas de íntima purificación.