CDMX/11 /07/2019
El orgullo del barrio y la conexión natural con el pueblo, “a nivel de calle, sin intermediación, tarimas ni púlpitos”, caracterizó al narrador y cronista Armando Ramírez (1952-2019), destacan el escritor y promotor cultural Antonio Calera-Grobet y el editor Pablo Martínez Lozada.
Originario de Tepito, hijo de un boxeador y de una ama de casa, el autor de la famosa novela Chin chin, el teporocho (1971), publicada por editorial Novaro hace 48 años y llevada al cine por Gabriel Retes en 1975, murió la tarde de ayer en la Ciudad de México, a los 67 años.
Sus hijos Marcela, Jimena y Armando Ramírez Sánchez dieron la noticia a través de las redes sociales. “Hoy, la familia Ramírez comunica que nuestro padre acaba de fallecer. Queremos recordarlo como lo que fue: un enamorado de la vida, su ciudad y sus barrios… Pero, sobre todo, el papá más chingón, amoroso, comprensivo y alentador a lograr lo que quisieras hacer en tu vida… No hablaremos de cómo falleció, sino de cómo fue un guerrero de vida…”.
Calera-Grobet, quien lo conoció hace 20 años, comenta que lo popular realmente lo vibraba. “Su obra es emblemática, porque, a pesar de ser un escritor, digamos salvaje, porque no tuvo ninguna formación literaria, logró una conexión con la cultura popular mexicana.
Sus libros trataban de personajes excéntricos, satelitales, parias, sin rumbo. Su validación no es algo común en nuestras letras. Era una suerte de Émile Zola mexicano”, afirma el director de Hostería La Bota, restaurante y espacio cultural en el Centro Histórico.
Armando siempre estuvo muy cerca de nosotros. Nos cubrió, como periodista, más que otros medios. Sentíamos en él a nuestro portavoz; otros medios nos trataban con desdén, como si fueran cosas nimias, no importantes para la alta cultura”, agrega.
El también editor añade que, en sus programas televisivos, el cofundador en 1974 del colectivo Tepito Arte Acá se comunicaba con el pueblo como éste lo hacía entre sí. “Con esa forma de conectar con los excluidos, sin intermediación, uno con el otro, logró una gran cantidad de lectores, más que otros. Lo saludaban en la calle y no era esa figura fría, sino que se relacionaba de manera natural a partir del chiste y del albur”, recuerda.
Ramírez, quien publicó en febrero pasado su novela Déjame (Océano), estaba convencido de que el lenguaje de los barrios populares también es literatura. “En una parte del libro yo digo que soy la lengua… la lengua que nos heredaron los españoles, un español muy vivo y rico que en cada país tiene su propio vocabulario, porque lo llenamos de riqueza”. (Excélsior, 28/02/2019).
Se dice que los aztecas son los vencidos por los españoles… Yo digo que tenemos abuelos españoles y aztecas. Así que no somos conquistados. Hay que quitar ese síndrome de la conquista y del complejo de inferioridad. Tampoco estoy de acuerdo en referirme a España como la madre patria; en todo caso, somos como primos hermanos de los españoles, no sus hijos”. Éstas son algunas de las ideas que compartió el novelista en una de sus últimas entrevistas.
ORGULLO DEL BARRIO
Pablo Martínez, editor de Océano, sello que le publicó a Ramírez siete nuevos títulos en 20 años, a partir de La casa de los ajolotes (2000), lo define como “hombre entrañable y simpático, persona cálida, con gran sentido del humor y muy generoso con su conocimiento sobre la historia de la ciudad”.
Cuenta que, desde el comienzo de su carrera se hablaba de él como alguien que recuperaba las voces populares. “Fue polémico desde el principio. Se sabe que Chin chin, el teporocho apareció en una edición con una nota inicial del autor, en la que pedía a los editores no cambiar ciertas cosas del manuscrito, como faltas a la gramática, un uso irregular de la ortografía del español. El reto del editor fue resolver cómo conservar esto sin que pareciera un error o que él estuviera faltando a su obligación con los lectores”.
Para Armando, explica, ésta era la manera de retratar lo popular en todos los matices del habla; pero, al mismo tiempo, decía, “en esos matices, que se podrían considerar algo ‘grosero’, ‘vulgar’ o ‘descuidado’, se deben conservar los giros lingüísticos para repetir la oralidad y dar cierta seña de identidad”.
Indica que “retratar la marginalidad no es sólo pintar las historias, sino plasmarlas en un lenguaje que obligue al lector, primero, a cobrar conciencia de la distancia que existe y, segundo, a entender y a hacer la operación difícil que es acercarse a estas voces”.
Martínez cree que la obra del autor de Noche de califas se tardó en ser valorada. “Al principio le decían ‘¿por qué me vienes a contar un libro mal puntuado, con tiempos verbales mal elegidos y escrito sin mayúsculas?, no con un afán vanguardista, sino de identidad’; pero ahora, en retrospectiva, vemos esta propuesta muy ambiciosa”.
Destaca que coincide con la lectura doble que la socióloga Sara Sefchovich encuentra en la obra de Ramírez. “Ella piensa que conviven en él dos pulsiones: hacer la crónica de los barrios con sus personajes, colores, sonidos y habla; pero también contar historias de amor”, concluye.
Diversos amigos y colegas del autor de La tepiteada, así como el Instituto Nacional de Bellas Artes, la UNAM y la FIL Guadalajara lamentaron ayer en las redes sociales la muerte del célebre y querido cronista de barrio.